Johan Huizinga – Homo Ludens, Cap. I
Esencia y
significación del juego como fenómeno cultural
El
juego es más viejo que la cultura; pues, por mucho que estrechemos el concepto
de ésta, presupone siempre una sociedad humana, y los animales no han esperado
a que el hombre les enseñara a jugar. Con toda seguridad podemos decir que la
civilización humana no ha añadido ninguna característica esencial al concepto
del juego. Los animales juegan, lo mismo que los hombres. Todos los rasgos
fundamentales del juego se hallan presentes en el de los animales. Basta con
ver jugar a unos perritos para percibir todos esos rasgos. Parecen invitarse
mutuamente con una especie de actitudes y gestos ceremoniosos. Cumplen con la
regla de que no hay que morder la oreja al compañero. Aparentan como si
estuvieran terriblemente enfadados. Y, lo más importante, parecen gozar muchísimo
con todo esto. Pues bien, este juego retozón de los perritos constituye una de
las formas más simples del juego entre animales. Existen grados más altos y más
desarrollados: auténticas competiciones y bellas demostraciones ante espectadores.
Podemos
ya señalar un punto muy importante: el juego, en sus formas más sencillas y
dentro de la vida animal, es ya algo más que un fenómeno meramente fisiológico
o una reacción psíquica condicionada de modo puramente fisiológico. El juego,
en cuanto a tal, traspasa los límites de la ocupación puramente biológica o
física. Es una función llena de sentido. En el juego "entra en juego"
algo que rebasa el instinto inmediato de conservación y que da un sentido a la
ocupación vital. Todo juego significa algo. Si designamos al principio activo
que compone la esencia del juego "espíritu", habremos dicho
demasiado, pero si le llamamos "instinto", demasiado poco. Piénsese
lo que se quiera, el caso es que por el hecho de albergar el juego un sentido
se revela en él, en su esencia, la presencia de un elemento inmaterial.
La
psicología y la fisiología se esfuerzan por observar, describir y explicar el
juego de los animales, de los niños y de los adultos. Tratan de determinar la
naturaleza y la significación del juego para asignarle su lugar en el plan de
la vida. De una manera general, sin contradicción alguna, se suele tomar como punto
de partida de cualquier investigación científica que el juego posee una
considerable importancia, que cumple una finalidad, si no necesaria, por lo
menos útil. Los numerosos intentos para determinar esta función biológica del
juego son muy divergentes. Se ha creído poder definir el origen y la base del
juego como la descarga de un exceso de energía vital. Según otros, el ser vivo
obedece, cuando juega, a un impulso congénito de imitación, o satisface una
necesidad de relajamiento, o se ejercita para actividades serias que la vida le
pedirá más adelante o, finalmente, le sirve como un ejercicio para adquirir
dominio de sí mismo. Otros, todavía, buscan su principio en la necesidad
congénita de poder algo o de efectuar algo, o también en el deseo de dominar o
de entrar en competencia con otros. Hay todavía quienes lo consideran como una
descarga inocente de impulsos dañinos, como compensación necesaria de un
impulso dinámico orientado demasiado unilateralmente o como satisfacción de los
deseos que, no pudiendo ser satisfechos en la realidad, lo tienen que ser
mediante ficción y, de este modo, sirve para el mantenimiento del sentimiento
de la personalidad.
Todas
estas explicaciones tienen de común el supuesto previo de que el juego se
ejercita por algún otro móvil, que sirve a alguna finalidad biológica. Se
preguntan por qué y para qué se juega. Las respuestas que dan en modo alguno se
excluyen. Se podrían aceptar muy bien, unas junto a otras, todas las
explicaciones que hemos enumerado, sin caer por ello en una penosa confusión
conceptual. Pero de esto se deduce que no son sino explicaciones parciales,
porque, de ser una de ellas la decisiva, excluiría a las restantes o las
asumiría en una unidad superior. La mayoría de las explicaciones sólo
accesoriamente se ocupan de la cuestión de qué y cómo sea el juego en sí mismo
y qué significa para el que juega. Abordan el fenómeno del juego con los
métodos de mensura de la ciencia experimental, sin dedicar antes su atención a
la peculiaridad del juego, profundamente enraizada en lo estético. Por lo
general, no se describe la cualidad primaria "juego". Frente a todas
estas explicaciones podemos adelantar una pregunta: Muy bien, pero ¿dónde está
el "chiste" del juego? ¿Por qué hace gorgoritos de gusto el bebé?
¿Por qué se entrega el jugador a su, pasión? ¿Por qué la lucha fanatiza a la muchedumbre?
Ningún análisis biológico explica la intensidad del juego y, precisamente, en
esta intensidad, en esta capacidad suya de hacer perder la cabeza, radica su
esencia, lo primordial. La razón lógica parece darnos a entender que la
naturaleza bien podía haber cumplido con todas estas funciones útiles, como descarga
de energía excedente, relajamiento tras la tensión, preparación para las faenas
de la vida y compensación por lo no verificable, siguiendo un camino de
ejercicios y reacciones puramente mecánicos. Pero el caso es que nos ofrece el
juego con toda su tensión, con su alegría y su broma.
Este
último elemento, la "broma" del juego, resiste a todo análisis, a
toda interpretación lógica. El vocablo holandés aardigheid es, en este aspecto, muy característico.
Se
deriva de aard, que significa a la
vez especie y también esencia, ofreciendo así testimonio de que el asunto no se
puede llevar más lejos. Esta imposibilidad de derivación se expresa de manera
excelente, para nuestro moderno sentimiento del lenguaje, en la palabra inglesa
fun, bastante nueva en su
significación corriente. En francés, cosa sorprendente, no tenemos equivalente
de este concepto. Y, sin embargo, es éste el que determina la esencia del
juego. En el juego nos encontramos con una categoría vital absolutamente
primaria, patente sin más para cada quien como una totalidad que, seguramente,
merece este nombre mejor que ninguna otra. Tendremos, pues, que esforzarnos en
considerar el juego en su totalidad y valorarlo así.
La
realidad "juego" abarca, como todos pueden darse cuenta, el mundo
animal y el mundo humano. Por lo tanto, no puede basarse en ninguna conexión de
tipo racional, porque el hecho de fundarse en la razón lo limitaría al mundo de
los hombres. La presencia del juego no se halla vinculada a ninguna etapa de la
cultura, a ninguna forma de concepción del mundo. Todo ser pensante puede
imaginarse la realidad del juego, el jugar, como algo independiente, peculiar,
aunque su lenguaje no disponga para designarlo de ningún vocablo general. No es
posible ignorar el juego. Casi todo lo abstracto se puede negar: derecho,
belleza, verdad, bondad, espíritu, Dios. Lo serio se puede negar; el juego, no.
Pero,
quiérase o no, al conocer el juego se conoce el espíritu. Porque el juego,
cualquiera que sea su naturaleza, en modo alguno es materia. Ya en el mundo
animal rompe las barreras de lo físicamente existente. Considerado desde el
punto de vista de un mundo determinado por puras acciones de fuerza, es, en el
pleno sentido de la palabra, algo superabundans,
algo superfluo. Sólo la irrupción del espíritu, que cancela la determinabilidad
absoluta, hace posible la existencia del juego, lo hace pensable y
comprensible. La existencia del juego corrobora constantemente, y en el sentido
más alto, el carácter supralógico de nuestra situación en el cosmos. Los
animales pueden jugar y son, por lo tanto, algo más que cosas mecánicas.
Nosotros jugamos y sabemos que jugamos; somos, por tanto, algo más que meros
seres de razón, puesto que el juego es irracional. Quien dirige su mirada a la
función ejercida por el juego, no tal como se manifiesta en la vida animal y en
la infantil, sino en la cultura, está autorizado a buscar el concepto del juego
allí mismo donde la biología y la psicología acaban su tarea. Tropieza con el
juego en la cultura como magnitud dada de antemano, que existe previamente a la
cultura, y que la acompaña y penetra desde sus comienzos hasta su extinción.
Siempre tropezará con el juego como cualidad determinada de la acción, que se
diferencia de la vida "corriente". Dejemos, por el momento, la
cuestión de hasta qué grado el análisis científico puede ser capaz de reducir
esta cualidad a factores cuantitativos. Lo que nos interesa, es, precisamente,
esa cualidad, tal como se presenta en su peculiaridad como forma de la vida que
denominamos juego. Su objeto es, pues, el juego como una forma de actividad,
como una forma llena de sentido y como función social. No busca los impulsos
naturales que condicionarían, de una manera general, el jugar, sino que
considera el juego, en sus múltiples formas concretas, como una estructura
social. Se empeña en comprender el juego en su significación primaria, tal como
la siente el mismo jugador. Y si encuentra que descansa en una manipulación de
determinadas formas, en cierta figuración de la realidad mediante su
trasmutación en formas de vida animada, en ese caso tratará de comprender, ante
todo, el valor y la significación de estas formas y de aquella figuración.
Tratará de observar la acción que ejercen en el juego mismo y de comprenderlo
así como un factor de la vida cultural.
Las
grandes ocupaciones primordiales de la convivencia humana están ya impregnadas
de juego. Tomemos, por ejemplo, el lenguaje, este primero y supremo instrumento
que el hombre construye para comunicar, enseñar, mandar; por el que distingue,
determina, constata; en una palabra, nombra; es decir, levanta las cosas a los
dominios del espíritu. Jugando fluye el espíritu creador del lenguaje
constantemente de lo material a lo pensado. Tras cada expresión de algo
abstracto hay una metáfora y tras ella un juego de palabras. Así, la humanidad se
crea constantemente su expresión de la existencia, un segundo mundo inventado,
junto al mundo de la naturaleza. En el mito encontramos también una figuración
de la existencia, sólo que más trabajada que la palabra aislada. Mediante el
mito, el hombre primitivo trata de explicar lo terreno y, mediante él, funde
las cosas en lo divino. En cada una de esas caprichosas fantasías con que el
mito reviste lo existente juega un espíritu inventivo, al borde de la seriedad
y de la broma. Fijémonos también en el culto: la comunidad primitiva realiza
sus prácticas sagradas, que le sirven para asegurar la salud del mundo, sus
consagraciones, sus sacrificios y sus misterios, en un puro juego, en el
sentido más verdadero del vocablo.
Ahora
bien, en el mito y en el culto es donde tienen su origen las grandes fuerzas
impulsivas de la vida cultural: derecho y orden, tráfico, ganancia, artesanía y
arte, poesía, erudición y ciencia. Todo esto hunde así sus raíces en el terreno
de la actividad lúdica.
El
objeto de esta investigación consiste en hacer ver que el empeñarse en
considerar la cultura sub specie ludi
significa algo más que un alarde retórico. La idea no es del todo nueva. Fue ya
muy general y aceptada en el siglo XVII, cuando surgió el gran teatro secular.
En la pléyade brillante que va de Shakespeare a Racine, pasando por Calderón,
el drama dominó el arte poético de la época. Uno tras otro, los poetas
compararon al mundo con un escenario donde cada uno desempeña o juega su papel.
Parece reconocerse así, sin ambages, el carácter lúdico de la vida cultural.
Pero si examinamos con mayor atención esta comparación habitual de la vida con
una pieza teatral, nos daremos cuenta de que, concebida sobre bases platónicas,
su tendencia es casi exclusivamente moral. Era una nueva variación del viejo
tema de la vanidad, un lamento sobre la liviandad de todo lo terreno y nada
más. En esta comparación no se reconocía o no se expresaba que el juego y la
cultura se hallan, en efecto, implicados el uno en el otro. Ahora se trata de
mostrar que el juego auténtico, puro, constituye un fundamento y un factor de
la cultura.
En
nuestra conciencia el juego se opone a lo serio. Esta oposición permanece, al
pronto, tan inderivable como el mismo concepto de juego. Pero mirada más al por
menor, esta oposición no se presenta ni unívoca ni fija. Podemos decir: el
juego es lo no serio. Pero, prescindiendo que esta proposición nada dice acerca
de las propiedades positivas del juego, es muy fácil rebatirla. En cuanto, en
lugar de decir "el juego es lo no serio" decimos "el juego no es
cosa seria", ya la oposición no nos sirve de mucho, porque el juego puede
ser muy bien algo serio. Además, nos encontramos con diversas categorías
fundamentales de la vida que se comprenden igualmente dentro del concepto de lo
no serio y que no corresponden, sin embargo, al concepto de juego. La risa se
halla en cierta oposición con la seriedad, pero en modo alguno hay que
vincularla necesariamente al juego. Los niños, los jugadores de fútbol y los de
ajedrez, juegan con la más profunda seriedad y no sienten la menor inclinación
a reír. Es notable que la mecánica puramente fisiológica del reír sea algo
exclusivo del hombre, mientras que comparte con el animal la función, llena de
sentido, del juego. El aristotélico animal
ridens caracteriza al hombre por oposición al animal todavía mejor que el
homo sapiens.
Lo
que decimos de la risa vale también de lo cómico. Lo cómico cae asimismo bajo
el concepto de lo no serio y, en cierto modo, se halla vinculado a la risa,
puesto que la excita. Pero su conexión con el juego es de naturaleza
secundaria. En sí, el juego no es cómico ni para el jugador ni para el
espectador. Los animales jóvenes y los niños pequeños son, en ocasiones,
cómicos cuando juegan; pero ya los perros mayores, que se persiguen uno a otro,
no lo son o apenas. Cuando encontramos cómica una farsa o una comedia no se
debe a la acción lúdica que encierran, sino a su contenido intelectual. Sólo en
un sentido amplio podemos denominar juego a la mímica cómica, que provoca a
risa, de un payaso.
Lo
cómico guarda estrecha relación con lo necio. Pero el juego no es necio. Está
más allá de toda oposición entre sensatez y necedad. Sin embargo, también el
concepto de necedad ha servido para expresar la gran diferencia de los estados
de ánimo. En el habla de la Edad Media tardía la pareja de palabras folie et sens coincide bastante bien con
nuestra distinción juego-seriedad.
Todas
las expresiones del grupo conceptual, cuya conexión sólo vagamente se capta, y
al que pertenecen las de juego, risa, diversión, broma, lo cómico y lo necio,
tienen de común el carácter inmediato, no derivable, de su concepto, carácter
que ya adscribimos al juego. Su ratio reside en una capa especialmente profunda
de nuestro ser espiritual.
Cuanto
más nos empeñamos en perfilar la forma lúdica de la vida con respecto a otras,
en apariencia emparentada con ella, más se pone de relieve su profunda independencia.
Todavía podemos avanzar en esta separación del juego de la esfera de las
grandes antítesis categóricas. El juego está fuera de la disyunción, sensatez y
necedad; pero fuera también del contraste verdad y falsedad, bondad y maldad.
Aunque el jugar es actividad espiritual, no es, por sí, una función moral, ni
se dan en él virtud o pecado.
Si,
por lo tanto, no podemos hacer coincidir, sin más, el juego con lo verdadero ni
tampoco con lo bueno ¿caerá, acaso, en el dominio estético? Aquí nuestro juicio
comienza a vacilar. La cualidad de "ser bello" no es inherente al
juego como tal, pero éste propende a hacerse acompañar de toda clase de
elementos de belleza. Ya en las formas más primitivas del juego se engarzan,
desde un principio, la alegría y la gracia. La belleza del cuerpo humano en
movimiento encuentra su expresión más bella en el juego. En sus formas más
desarrolladas éste se halla impregnado de ritmo y armonía, que son los dones
más nobles de la facultad de percepción estética con que el hombre está agraciado.
Múltiples y estrechos vínculos enlazan el juego a la belleza.
Quedamos,
pues, que con el juego tenemos una función del ser vivo que no es posible
determinar por completo ni lógica ni biológicamente. El concepto
"juego" permanece siempre, de extraña manera, aparte de todas las
demás formas mentales en que podemos expresar la estructura de la vida
espiritual y de la vida social. Así, pues, tendremos que limitarnos por ahora a
describir las características principales del juego.
Tenemos
la ventaja de que nuestro tema, que no es otro que determinar la conexión entre
juego y cultura, nos permite no atender a todas las formas existentes de
juego. Nos podemos limitar, en lo principal, a los juegos de índole social.
Podemos designarlos, si queremos, como las furnias superiores de juego. Son más
fáciles de describir que los juegos primarios de los niños y de los animales
jóvenes, porque, por su estructura, están más desarrollados y articulados y
llevan consigo rasgos característicos más diversos y destacados, mientras que
en la definición del juego primitivo tropezamos, casi inmediatamente, con la
cualidad inderivable de lo lúdico, que, a nuestro entender, se resiste a todo
análisis. Tendremos que ocuparnos, pues, de competiciones y carreras, de
exhibiciones y representaciones, de danzas y música, de mascaradas y torneos.
Entre las características que podemos discriminar algunas harán relación al
juego en general, otras, en especial, al juego social.
Todo
juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es
juego, todo lo más una réplica, por encargo, de un juego. Ya este carácter de
libertad destaca al juego del cauce de los procesos naturales. Se les adhiere y
adapta como un hermoso vestido. Naturalmente que en este caso habrá de entenderse
la libertad en un amplio sentido, que no afecta para nada al problema del
determinismo. Se dirá: tal libertad no existe en el animal joven ni en el niño;
tienen que jugar porque se lo ordena su instinto y porque el juego sirve para
el desarrollo de sus capacidades corporales y selectivas. Pero al introducir el
concepto instinto no hacemos sino parapetarnos tras una x y, si colocamos tras
ella la supuesta utilidad del juego, cometemos una petición de principio. El
niño y el animal juegan porque encuentran gusto en ello, y en esto consiste
precisamente su libertad.
De
cualquier modo que sea, el juego es para el hombre adulto una función que puede
abandonar en cualquier momento. Es algo superfino. Sólo en esta medida nos
acucia la necesidad de él, que surge del placer que con él experimentamos. En
cualquier momento puede suspenderse o cesar por completo el juego. No se
realiza en virtud de una necesidad física y mucho menos de un deber moral. No
es una tarea. Se juega en tiempo de ocio. Sólo secundariamente, al convertirse
en función cultural, veremos los conceptos de deber y tarea vinculados al
juego.
Con
esto tenemos ya una primera característica principal del juego: es libre, es
libertad. Con ella se relaciona directamente una segunda.
El
juego no es la vida "corriente" o la vida "propiamente
dicha". Más bien consiste en escaparse de ella a una esfera temporera de
actividad que posee su tendencia propia. Y el infante sabe que hace "como,
si...", que todo es "pura broma". El siguiente caso, que me
refirió el padre de un niño, ilustra con especial claridad cuan profunda es la
conciencia de esto en el niño. Encuentra a su hijo de cuatro años sentado en la
primera silla de una fila de ellas, jugando "al tren". Acaricia al
nene, pero éste le dice: "Papá, no debes besar a la locomotora, porque, si
lo hacen, piensan los coches que no es de verdad." En este "como
si" del juego reside una conciencia de inferioridad, un sentimiento de
broma opuesto a lo que va en serio, que parece ser algo primario. Ya llamamos
la atención acerca del hecho de que la conciencia de estar jugando en modo
alguno excluye que el mero juego se practique con la mayor seriedad y hasta
con una entrega que desemboca en el entusiasmo y que, momentáneamente, cancela
por completo la designación de "pura broma". Cualquier juego puede
absorber por completo, en cualquier momento, al jugador. La oposición "en
broma" y "en serio" oscila constantemente. El valor inferior del
juego encuentra su límite en el valor superior de lo serio. El juego se cambia
en cosa seria y lo serio en juego. Puede elevarse a alturas de belleza y santidad
que quedan muy por encima de lo serio. Estas cuestiones difíciles se nos irán
presentando ordenadamente tan pronto como nos ocupemos, con más detalle, de la
relación del juego con la acción sagrada.
Provisoriamente
se trata de una definición de las características formales propias de la
actividad que denominamos juego. Todos los investigadores subrayan el carácter
desinteresado del juego. Este "algo" que no pertenece a la vida
"corriente", se halla fuera del proceso de la satisfacción directa de
necesidades y deseos, y hasta interrumpe este proceso. Se intercala en él como
actividad provisional o temporera. Actividad que trascurre dentro de sí misma y
se practica en razón de la satisfacción que produce su misma práctica. Así es,
por lo menos, como se nos presenta el juego en primera instancia: como un
intermezzo en la vida cotidiana, como ocupación en tiempo de recreo y para
recreo. Pero, ya en esta su propiedad de diversión regularmente recurrente, se
convierte en acompañamiento, complemento, parte de la vida misma en general.
Adorna la vida, la completa y es, en este sentido, imprescindible para la
persona, como función biológica, y para la comunidad, por el sentido que encierra,
por su significación, por su valor expresivo y por las conexiones espirituales
y sociales que crea; en una palabra, como función cultural. Da satisfacción a
ideales de expresión y de convivencia. Tiene su lugar en una esfera que se
cierne sobre los procesos puramente biológicos de nutrición, procreación y
protección. Con estas indicaciones parecemos contradecir el hecho de que, en la
vida animal, los juegos desempeñan tan gran papel en la época de celo. Pero
¿será tan insensato colocar el canto y el pavoneo de las aves en celo, lo mismo
que el juego de los hombres, en un lugar fuera de lo puramente biológico? Sin
embargo, el juego humano, en todas sus formas superiores, cuando significa o
celebra algo, pertenece a la esfera de la fiesta o del culto, la esfera de lo
sagrado.
¿Es
que el juego, por el hecho de ser imprescindible y útil a la cultura, mejor
dicho, por ser cultura, pierde su característica de desinterés? De ningún modo,
porque los fines a que sirve están también más allá del campo de los intereses
directamente materiales o de la satisfacción individual de las necesidades
vitales. Como actividad sacra el juego puede servir al bienestar del grupo,
pero de otra manera y con otros medios que si estuviera orientado directamente
a la satisfacción de las necesidades de la vida, a la ganancia del sustento.
El
juego se aparta de la vida corriente por su lugar y por su duración. Su
"estar encerrado en sí mismo" y su limitación constituyen la tercera
característica. Se juega dentro de determinados límites de tiempo y de espacio.
Agota su curso y su sentido dentro de sí mismo.
Esto
constituye una nueva y positiva característica del juego. Este comienza y, en
determinado momento, ya se acabó. Terminó el juego. Mientras se juega hay
movimiento, un ir y venir, un cambio, una seriación, enlace y desenlace. Pero a
esta limitación temporal se junta directamente otra característica notable. El
juego cobra inmediatamente sólida estructura como forma cultural. Una vez que
se ha jugado permanece en el recuerdo como creación o como tesoro espiritual,
es trasmitido por tradición y puede ser repetido en cualquier momento, ya sea
inmediatamente después de terminado, como un juego infantil, una partida de
bolos, una carrera, o trascurrido un largo tiempo. Esta posibilidad de
repetición del juego constituye una de sus propiedades esenciales. No sólo reza
para todo el juego, sino también para su estructura interna. En casi todas las
formas altamente desarrolladas de juego los elementos de repetición, el
estribillo, el cambio en la serie, constituyen algo así como la cadena y sus
eslabones diversos.
Pero
todavía es más clara la limitación especial del juego. Todo juego se desenvuelve
dentro de su campo, que, material o tan sólo idealmente, de modo expreso o
tácito, está marcado de antemano. Así como por la forma no existe diferencia
alguna entre un juego y una acción sagrada, es decir, que ésta se desarrolla en
las mismas formas que aquél, tampoco el lugar sagrado se puede diferenciar
formalmente del campo de juego. El estadio, la mesa de juego, el círculo
mágico, el templo, la escena, la pantalla, el estrado judicial, son todos
ellos, por la forma y la función, campos o lugares de juego; es decir, terreno
consagrado, dominio santo, cercado, separado, en los que rigen determinadas
reglas. Son mundos temporarios dentro del mundo habitual, que sirven para la
ejecución de una acción que se consuma en sí misma.
Dentro
del campo de juego existe un orden propio y absoluto. He aquí otro rasgo
positivo del juego: crea orden, es orden. Lleva al mundo imperfecto y a la vida
confusa una perfección provisional y limitada. El juego exige un orden
absoluto. La desviación más pequeña estropea todo el juego, le hace perder su
carácter y lo anula. Esta conexión íntima con el aspecto de orden es, acaso, el
motivo de por qué el juego, como ya hicimos notar, parece radicar en gran parte
dentro del campo estético. El juego, decíamos, propende, en cierta medida, a
ser bello. El factor estético es, acaso, idéntico al impulso de crear una forma
ordenada que anima al juego en todas sus figuras. Las palabras con que solemos
designar los elementos del juego corresponden, en su mayor parte, al dominio
estético. Son palabras con las que también tratamos de designar los efectos de
la belleza: tensión, equilibrio, oscilación, contraste, variación, traba y
liberación, desenlace. El juego oprime y libera, el juego arrebata, electriza,
hechiza. Está lleno de las dos cualidades más nobles que el hombre puede encontrar
en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía.
Entre
las calificaciones que suelen aplicarse al juego mencionamos la tensión. Este
elemento desempeña un papel especialmente importante. Tensión quiere decir:
incertidumbre, azar. Es un tender hacia la resolución. Con un determinado
esfuerzo, algo tiene que salir bien. Este elemento se encuentra ya en el niño
de pecho cuando trata de aprehender con sus manilas, en un gatito cuando juega
con un carrete, en una niña cuando lanza y recoge la pelota. Domina en los
juegos de habilidad del individuo como rompecabezas, solitarios, tiro al
blanco, y va ganando en importancia a medida que el juego cobra mayor carácter
pugnaz. En el juego de dados y en las pugnas deportivas alcanza su máximo
nivel. Este elemento de tensión presta a la actividad lúdica, que por sí misma
está más allá del bien y del mal, cierto contenido ético. En esta tensión se
ponen a prueba las facultades del jugador: su fuerza corporal, su resistencia,
su inventiva, su arrojo, su aguante y también sus fuerzas espirituales, porque,
en medio de su ardor para ganar el juego, tiene que mantenerse dentro de las
reglas, de los límites de lo permitido en él.
Estas
cualidades de orden y tensión nos llevan a la consideración de las reglas de
juego. Cada juego tiene sus reglas propias. Determinan lo que ha de valer
dentro del mundo provisional que ha destacado. Las reglas de juego, de cada
juego, son obligatorias y no permiten duda alguna, Paul Valéry ha dicho de
pasada, y es una idea de hondo alcance, que frente a las reglas de un juego no
cabe ningún escepticismo. Porque la base que la determina se da de manera
inconmovible. En cuanto se traspasan las reglas se deshace el mundo del juego.
Se acabó el juego. El silbato del árbitro deshace el encanto y pone en marcha,
por un momento, el mundo habitual.
El
jugador que infringe las reglas de juego o se sustrae a ellas es un
"aguafiestas" (Spielverderber: "estropeajuegos"). El
aguafiestas es cosa muy distinta que el jugador tramposo. Este hace como que
juega y reconoce, por lo menos en apariencia, el círculo mágico del juego. Los
compañeros de juego le perdonan antes su pecado que al aguafiestas, porque éste
les deshace su mundo. Al sustraerse al juego revela la relatividad y fragilidad
del mundo lúdico en el que se había encerrado con otros por un tiempo. Arrebató
al juego la ilusión, la inlusio,
literalmente: no "entra en juego", expresión muy significativa. Por
eso tiene que ser expulsado, porque amenaza la existencia del equipo. La figura
del aguafiestas se destaca muy bien en los juegos de los muchachos. La cuadrilla
no pregunta si el aguafiestas traicionó porque no se atrevió a jugar o porque
no debió hacerlo, pues no conoce el "no deber" y lo califica como
falta de atrevimiento. El problema de la obediencia y de la conciencia no
llega, por lo general, en ellos más allá del temor al castigo. El aguafiestas
deshace el mundo mágico y por eso es un cobarde y es expulsado. También en el
mundo de lo serio los tramposos, los hipócritas y los falsarios salen mejor
librados que los aguafiestas: los apóstatas, los herejes e innovadores, y los
cargados con escrúpulos de conciencia.
Pero
puede ocurrir que estos aguafiestas compongan, por su parte, un nuevo equipo con
nuevas reglas de juego. Precisamente el proscripto, el revolucionario, el
miembro de sociedad secreta, el hereje, suelen ser extraordinariamente activos
para la formación de grupos y lo hacen, casi siempre, con un alto grado de
elemento lúdico.
El
equipo de jugadores propende a perdurar aun después de terminado el juego.
Claro que no todo juego de canicas o cualquier partida de bridge conducen a la
formación de un club. Pero el sentimiento de hallarse juntos en una situación
de excepción, de separarse de los demás y sustraerse a las normas generales,
mantiene su encanto más allá de la duración de cada juego. El club corresponde
al juego como el sombrero a la cabeza. Sería demasiado fácil pretender
caracterizar todo lo que en la etnología figura con el nombre de fratría, clase
de edad, sociedad de varones, como asociación de juego, pero, de todos modos,
habrá que confesar lo difícil que es separar de la esfera del juego las uniones
de tipo duradero, especialmente las que encontramos en las culturas arcaicas,
con sus finalidades tan importantes, solemnes y hasta sagradas.
La
posición de excepción que corresponde al juego se pone bien de manifiesto en la
facilidad con que se rodea de misterio. Ya para los niños aumenta el encanto de
su juego si hacen de él un secreto. Es algo para nosotros y no para los demás.
Lo que éstos hacen "por allí afuera" no nos importa durante algún
tiempo. En la esfera del juego las leyes y los usos de la vida ordinaria no
tienen validez alguna. Nosotros "somos" otra cosa y "hacemos
otras cosas". Esta cancelación temporal del mundo cotidiano se presenta
ya de pleno en la vida infantil; pero también la vemos claramente en los
grandes juegos, arraigados en el culto, de los pueblos primitivos. Durante las
grandes fiestas de iniciación en las que los adolescentes son acogidos en la
sociedad de varones, no sólo ellos quedan desligados de las leyes y reglas
ordinarias, sino que en toda la tribu se acallan las disensiones. Se suspenden
provisionalmente todos los actos de venganza. Esta suspensión temporal de la
vida social ordinaria en gracia a un tiempo sagrado de juego, la podemos
encontrar también en culturas más avanzadas. Esta significación alcanza todo lo
que, de cerca o de lejos, tiene algo que ver con las saturnales y los
carnavales. En nuestro propio pasado, de costumbres privadas más rudas, de
privilegios estamentales bien acuñados y de policía más transigente, se conocía
la libertad saturnal de los muchachos de la tribu con el nombre de
"estudiantadas". En las universidades inglesas pervive todavía,
formalizado, en el ragging, que el diccionario define como "desordenado
alboroto que tiene lugar desentendiéndose de la autoridad y de la
disciplina".
Ese
ser otra cosa y ese misterio del juego encuentran su expresión más patente en
el disfraz. La "extravagancia" del juego es aquí completa, completo
su carácter "extraordinario". El disfrazado juega a ser otro,
representa, "es" otro ser. El espanto de los niños, la alegría
desenfrenada, el rito sagrado y la fantasía mística se hallan inseparablemente
confundidos en todo lo que lleva el nombre de máscara y disfraz.
Resumiendo,
podemos decir, por tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción
libre ejecutada "como sí" y sentida como situada fuera de la vida
corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador,
sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho
alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado
espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a
asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para
destacarse del mundo habitual.
La
función del "juego", en las formas superiores que tratamos aquí se
puede derivar directamente, en su mayor parte, de dos aspectos esenciales con
que se nos presenta. El juego es una lucha por algo o una representación de
algo. Ambas funciones pueden fundirse de suerte que el juego represente una
lucha por algo o sea una pugna a ver quién reproduce mejor algo.
La
representación puede consistir tan sólo en presentar ante espectadores algo
naturalmente "dado". El pavo real y el pavo ordinario exhiben la
magnificencia de su plumaje a sus hembras: pero en esto hay ya presentación,
para causar admiración, de algo extraordinario y singularísimo. Si el ave
ejecuta pasos de baile, entonces tenemos una representación, una escapada de la
realidad habitual, una trasposición de ésta en un orden superior. Claro que no
sabemos lo que entonces está ocurriendo dentro del animal. En la vida del niño
semejante exhibición está ya muy llena de figuración. Se copia algo, se
presenta algo en más bello, sublime o peligroso de lo que generalmente es. Se
es príncipe o padre o bruja maligna o tigre. El niño se pone tan fuera de sí
que casi cree que "lo es" de verdad, sin perder, sin embargo, por
completo, la conciencia de la realidad normal. Su representación es una
realización aparente, una figuración, es decir, un representar o expresar por
figura. Si del juego infantil pasamos a las representaciones sacras culturales
de las culturas arcaicas, encontramos que "entra en juego", además,
un elemento espiritual muy difícil de describir con exactitud. La
representación sacra es algo más que una realización aparente, y también algo
más que una realización simbólica, porque es mística. En ella algo invisible e
inexpresado reviste una forma bella, esencial, sagrada. Los que participan en
el culto están convencidos de que la acción realiza una salvación y procuran un
orden de las cosas que es superior al orden corriente en aun viven. Sin
embargo, la realización mediante representación lleva también, en todos sus
aspectos, los caracteres formales del juego. Se "juega", se lleva a
cabo la representación, dentro de un campo de juego propio, efectivamente
delimitado como fiesta, es decir, con alegría y libertad. Para ello se ha
creado un mundo de temporada. Su efecto no cesa con el término del juego, sino
que su esplendor ilumina el mundo de todos los días y proporciona al grupo que
ha celebrado la fiesta seguridad, orden y bienestar, hasta que vuelve de nuevo
la temporada de los juegos sagrados.
Podemos
recoger ejemplos de esto por todas partes. Según la vieja doctrina china, la
danza y la música tienen como fin conservar el mundo en marcha y predisponer a
la naturaleza en favor del hombre. De las competiciones celebradas en los
comienzos de las estaciones depende el curso próspero del año. Si no tuvieran
lugar, la cosecha no llegaría a sazón.
La
acción sagrada es un dromenon, esto
es, algo "que se hace". Lo que se ofrece es un drama, es decir, una
acción, ya tenga lugar en forma de representación o de competición. Representa
un suceso cósmico, pero no sólo como mera representación, sino como
identificación; repite lo acaecido. El culto produce el efecto que en la acción
se representa de modo figurado. Su función no es la de simple imitación, sino
la de dar participación o la de participar. Es un helping the action out (un hacer que se produzca la acción). Para
la ciencia de la cultura no es esencial la forma en que la psicología conciba
el proceso que se manifiesta en estos fenómenos. Acaso la psicología explicará
la necesidad que lleva a tales representaciones como "identificación
compensadora" o como "acción representativa" en vista de la imposibilidad
de ejecutar la acción real, enderezada a su fin. Lo que interesa a la ciencia
de la cultura es comprender qué significan, en el ánimo de los pueblos, esas
figuraciones en las que rige la trasmutación de lo vivido en formas animadas de
vida.
Tocamos
aquí en la base misma de la ciencia de las religiones, en la cuestión de la
esencia del culto, del rito y del misterio. Todo el viejo culto sacrificatorio
de los Vedas descansa en la idea de que el arte cultural —sea sacrificio,
competición o representación—, por el hecho de que representa, copia o figura
un determinado acontecimiento cósmico deseado, fuerza a los dioses a que produzcan
efectivamente este acontecimiento. Por lo que se refiere al mundo antiguo este
aspecto ha sido tratado, partiendo de las danzas guerreras de los curetes de
Creta, por Miss J. E. Harrison, en forma convincente, en su libro Themis. A Study of the Social Origins of
Greek Religión. No queremos abordar todas las cuestiones religiosas que el
tema ofrece y nos detenemos sólo en el carácter de juego que presenta la acción
cultural arcaica.
El
culto es, por tanto, una exposición, una representación dramática, una
figuración, una realización vicaria. En las fiestas sagradas, que vuelven con
las estaciones, la comunidad celebra los grandes acontecimientos de la vida de
la naturaleza en representaciones sacras. Estas representan el cambio de las
estaciones en acciones dramáticas fantásticamente trasfiguradoras del orto y
caída de los astros, del crecimiento y madurez de los frutos, del nacimiento,
vida y muerte de hombres y animales. Los hombres miman, como expresa Leo
Frobenius, el orden de la naturaleza al modo como tienen conciencia de él. En
una lejana prehistoria, cree Frobenius, la humanidad ha tomado conciencia de
los fenómenos del mundo vegetal y animal y ha adquirido entonces sentido del
orden del tiempo y del espacio, de los meses y de las estaciones y del curso
solar. Y mima este orden total de la existencia en un juego sagrado. En estos
juegos y mediante ellos realiza los acontecimientos representados y ayuda al
orden del mundo a sostenerse. Pero estos juegos significan algo más, porque de
las formas d este juego cultural ha nacido el orden de la comunidad de los
hombres, las instituciones de su primitiva forma estatal. El rey es el sol, la
realeza es la figuración del curso solar. Durante toda su vida el rey
representa el papel de "sol" para compartir, finalmente, la suerte
del astro: su propio pueblo le arrebata la vida con formas rituales.
La
cuestión de en qué grado esta explicación de la muerte ritual del rey y de la
concepción que encierra puede valer como cosa demostrada, es cosa que
abandonamos a otro. Lo que nos interesa es otra cuestión: ¿qué se debe pensar
de semejante actualización figurativa de la conciencia primitiva de la naturaleza?
¿Cómo trascurre el proceso que comienza con una experiencia de hechos cósmicos,
que no ha cobrado expresión todavía y que desemboca en una elaboración lúdica
de estos hechos?
Con
razón rechaza Frobenius la explicación, demasiado trivial, que se satisface introduciendo
el concepto de "instinto lúdico" como tendencia congénita. "Los
instintos, dice, son una invención de nuestra impotencia frente al sentido de
lo real". Con el mismo rigor, y todavía mejores motivos, critica la
propensión de una época, ya pasada: que para toda adquisición cultural buscaba
la explicación con el "fin a que servía", en el "para qué",
en las "razones que la motivaban", cosas todas que se interpolaban en
la comunidad en estudio. Tal punto de vista lo califica Frobenius de
"tiranía causalista de la peor especie", de "idea utilitaria
anticuada".
La
idea que se hace Frobenius del proceso espiritual, que ha debido de tener lugar
en este caso, se expone como sigue. La experiencia de la naturaleza y de la
vida, que no; ha cobrado todavía expresión, se manifiesta en el hombre arcaico
como una "emoción". "La figuración surge en el pueblo, lo mismo
que en los niños y en los hombres creadores, de la emoción". La humanidad
se siente "conmovida por la revelación del destino..." "La
realidad del ritmo natural en el devenir y en el perecer ha impresionado su
sensibilidad y esto ha conducido a una acción forzada y refleja". Según
él, nos hallamos, por lo tanto, frente a un proceso de trasmutación necesariamente
espiritual. En virtud de la emoción, un sentimiento de la naturaleza se ensancha
reflejamente en concepción poética, en forma artística. Esta es acaso la mejor
aproximación, en palabras, que podemos ofrecer para el proceso de la fantasía
creadora; apenas si la podemos denominar explicación. El camino que conduce de
la percepción estética o mística, en todo caso alógica, de un orden cósmico, al
sacro juego cultural, queda tan oscuro como antes.
En
la formulación ofrecida por el gran investigador se descuida la determinación
más detallada de qué se entiende por representar o "jugar" semejante
tema sagrado. Repetidamente Frobenius emplea la palabra "jugar" al
ocuparse de las representaciones culturales, pero no examina mayormente la
cuestión de qué pueda significar en este caso jugar. Y hasta uno se pregunta
si, en su exposición, no se oculta una idea utilitaria a la que era tan
contrario, y que en modo alguno armoniza con la cualidad "juego". El
juego sirve, como expresa Frobenius, para actualizar, representar, acompañar y
realizar el acontecimiento cósmico. De manera irresistible se adelanta un
factor cuasi-racional. El juego y la figuración siguen teniendo, para él, la
finalidad de expresar alguna otra cosa, a saber, cierta emoción cósmica. El
hecho de que esta dramatización sea "jugada", parece para él de
importancia secundaria. Teóricamente pudo haberse comunicado también de otro
modo. Pero, en nuestra opinión, lo decisivo precisamente es el hecho de jugar.
Este juego es, por su esencia, no otra cosa que una forma superior del juego
infantil y hasta del animal que, en el fondo, tienen el mismo valor. En estas
dos formas de juego es difícil encontrar su origen en una emoción cósmica, en
un darse cuenta del orden del mundo que busca su expresión. Por lo menos, una
tal explicación no tendría mucho sentido. El juego infantil posee de por sí la
forma lúdica en su aspecto más puro.
Nos
parece posible describir en otras palabras el proceso que lleva de la emoción
de "la vida y la naturaleza" a una representación de este sentimiento
en un juego sagrado. No tratamos de ofrecer una explicación de algo
efectivamente no indagable, sino tan sólo presentar plausiblemente un proceso
real. La comunidad arcaica juega como juegan el niño y los animales. Este juego
está lleno, desde un principio, de los elementos propios al juego, lleno de
orden, tensión, movimiento, solemnidad y entusiasmo. Sólo en una fase posterior
se adhiere a este juego la idea de que en él se expresa algo: una idea de la
vida. Lo que antes fue juego mudo cobra ahora forma poética. En la forma y en
la función del juego, que representa una cualidad autónoma, encuentra el sentimiento
de incardinación del hombre en el cosmos su expresión primera, máxima y
sagrada. Va penetrando cada vez más en el juego el significado de una acción
sagrada. El culto se injerta en el juego, que es lo primario.
Nos
movemos aquí en un terreno donde apenas cabe penetrar con los recursos
cognoscitivos de la psicología, ni tan siquiera con la teoría de nuestra
facultad de conocer. Las cuestiones que aquí surgen tocan el fondo mismo de
nuestra conciencia. El culto es suprema y santa gravedad. Sin embargo ¿puede
ser el juego al mismo tiempo? Desde un principio vimos que todo juego, lo mismo
el del infante que el del adulto, puede jugarse con la mayor seriedad. Pero
¿podría ir esto tan lejos que, a la emoción sacra de una acción sacramental, se
le vincule todavía la cualidad lúdica? La deducción nuestra se encuentra aquí
más o menos trabada por la rigidez de los conceptos formulados. Estamos
acostumbrados a considerar la oposición entre juego y seriedad como algo
absoluto. Pero, a lo que parece, esta oposición no penetra hasta el fondo.
Piénsese
un momento en la gradación siguiente. El niño juega con una seriedad perfecta
y, podemos decirlo con pleno derecho, santa. Pero juega y sabe que juega. El deportista
juega también con apasionada seriedad, entregado totalmente y con el coraje del
entusiasmo. Pero juega y sabe que juega. El actor se entrega a su
representación, al papel que desempeña o juega. Sin embargo, "juega"
y sabe que juega. El violinista siente una emoción sagrada, vive un mundo más
allá y por encima del habitual y, sin embargo, sabe que está ejecutando o, como
se dice en muchos idiomas, "jugando". El carácter lúdico puede ser
propio de la acción más sublime. ¿No podríamos seguir hasta la acción cultural
y afirmar que también el sacerdote sacrificador, al practicar su rito, sigue
siendo un jugador? Si se admite para una sola religión, se admite para todas.
Los conceptos de rito, magia, liturgia, sacramento y misterio entrarían,
entonces, en el campo del concepto "juego". Hay que evitar el forzar
demasiado la conexión interna del concepto, porque tendríamos, al extender
demasiado ese concepto de juego, un mero juego de palabras. Pero creo que no
incurrimos en este tropiezo si consideramos la acción sacra como juego. Lo es
en cualquier aspecto por la forma y, por la esencia, en cuanto que traspone a
los participantes en otro mundo. Para Platón se daba, sin reserva alguna, esta
identidad entre el juego y la acción sacra. No tenía reparo en incluir las
cosas sagradas en la categoría de juego. "Hay que proceder seriamente en
las cosas serias y no al revés. Dios es, por naturaleza, digno de la más santa
seriedad. Pero el hombre ha sido hecho para ser un juguete de Dios, y esto es
lo mejor en él. Por esto tiene que vivir la vida de esta manera, jugando los
más bellos juegos, con un sentido contrario al de ahora." "Consideran
la guerra como una cosa seria..., pero en la guerra apenas si se da el juego ni
la educación, que nosotros consideramos como lo más serio". También la
vida de paz debe llevarla cada uno lo mejor que pueda. ¿Cuál es la manera
justa? Hay que vivirla jugando, "jugando ciertos juegos, hay que
sacrificar, cantar y danzar para poder congraciarse a los dioses, defenderse de
los enemigos y conseguir la victoria".
En
esta identificación platónica del juego y lo sacro, lo sagrado no desmerece
porque se le califique de juego, sino que éste queda exaltado porque su
concepto se eleva hasta las regiones más altas del espíritu. Decíamos al
principio que el juego existió antes de toda cultura. También, en cierto
sentido, se cierne sobre todas ellas o, por lo menos, permanece libre de ellas.
El hombre juega, como niño, por gusto y recreo, por debajo del nivel de la vida
seria. Pero también puede jugar por encima de este nivel: juegos de belleza y
juegos sacros.
Desde
este punto de vista podemos precisar más la conexión íntima entre culto y
juego. De este modo se aclara el fenómeno de la amplia homogeneidad que ofrecen
las formas rituales y las lúdicas, y mantiene su actualidad la cuestión de en
qué grado toda acción sacra corresponde a la esfera del juego.
Vimos
que entre las características formales del juego la más importante era la
abstracción especial de la acción del curso de la vida corriente. Se demarca, material
o idealmente, un espacio cerrado, separado del ambiente cotidiano. En ese
espacio se desarrolla el juego y en él valen las reglas. También la demarcación
de un lugar sagrado es el distintivo primero de toda acción sacra. Esta
exigencia de apartamiento es, en el culto, incluyendo la magia y la vida
jurídica, de significación mayor que la meramente espacial o temporal. Casi
todos los ritos de consagración e iniciación suponen, para los ejecutantes y
para los iniciados situaciones artificialmente aisladoras. Siempre que se trata
de profesión de votos, de recepción en una orden o en una hermandad, de conjuración
y sociedad secreta, nos encontramos, en una forma u otra, con esta demarcación.
El he crucero, el vidente, el sacrificador comienzan demarcando el lugar
sagrado. El sacramento y el misterio suponen un lugar consagrado.
Por
la forma, es lo mismo que este encercado se haga para un fin santo o por puro
juego. La pista, el campo de tenis, el lugar marcado en el pavimento para el
juego infantil de cielo e infierno, y el tablero de ajedrez, no se diferencian,
formalmente, del templo ni del círculo mágico. La sorprendente uniformidad de
los ritos de consagración en todo el mundo nos indica que tales ritos arraigan
en un rasgo primordial y fundamental del espíritu humano. Generalmente esta
uniformidad de formas culturales se suele explicar por una causa lógica, ya que
la necesidad; de demarcación y apartamiento se debería a la preocupación de
defender lo consagrado de las influencias dañinas de fuera, que serían
especialmente peligrosas en el estado; que cobra lo consagrado. De este modo se
coloca, en el; origen del proceso cultural correspondiente, una reflexión
razonable y un propósito utilitario, precisamente la explicación utilitaria que
rechazaba Frobenius. No se cae en la idea de los astutos sacerdotes que
inventaron la religión, pero en esta concepción queda, sin embargo, algo de la,
motivación racionalista. Si aceptamos, por el contrario, la identidad esencial
y originaria de juego y rito reconocemos, al mismo tiempo, que los lugares
consagrados no son, en el fondo, sino campos de juego, y ya no se presenta esa
cuestión falaz del "para qué" y del "porqué".
Si
resulta que la acción sacra apenas se puede diferenciar formalmente del juego,
se plantea entonces la cuestión J de si esta coincidencia entre el culto y el
juego no se extenderá más allá del aspecto puramente formal. Asombra que la
ciencia de las religiones y la etnología no hayan insistido más en la cuestión
de en qué medida las acciones sagradas, que trascurren en forma de juego, se
verifican también con la actitud y el ánimo del juego. Tampoco Frobenius, según
creo, ha planteado esta cuestión. Lo que yo puedo decir se limitará a
observaciones aisladas, acarreadas de entre informaciones fortuitas. Es claro
que la actitud espiritual en que una comunidad vive y recibe sus ritos sagrados
es, a primera vista, de una altísima y santa seriedad. Pero subrayemos, una vez
más, que también la actitud auténtica y espontánea del jugador puede ser de
profunda gravedad. El jugador puede entregarse, con todo su ser, al juego, y la
conciencia de "no tratarse más que de un juego" puede trasponerse
totalmente. El gozo, inseparablemente vinculado al juego, no sólo se trasmite
en tensión sino, también, en elevación. Los dos polos del estado de ánimo,
propio del juego son el abandono y el éxtasis.
Este
estado de ánimo es, por naturaleza, inestable. En todo momento la "vida
ordinaria" puede reclamar sus derechos, ya sea por un golpe venido de
fuera, que perturba el juego, o por una infracción a las reglas o, más de
dentro, por una extinción de la conciencia lúdica debido a desilusión y
desencanto. ¿Qué ocurre con la actitud y el estado de ánimo en las fiestas
sacras? La palabra "celebrar" lo denuncia casi. Se celebra el acto
sagrado, es decir, que cae en el ámbito de la fiesta. El pueblo que acude a sus
santuarios se reúne para una manifestación común de alegría. Consagración,
sacrificio, danza sagrada, competición sacra, representaciones, misterios, todo
se halla incluido dentro de las fronteras de la fiesta. Aunque los ritos sean
sangrientos, las pruebas de los iniciandos crueles, las máscaras espantosas,
todo se celebra, todo se ejecuta o juega como fiesta. La vida corriente se
halla suspendida. Banquetes, festines y toda clase de desenfreno acompañan a la
fiesta en toda su duración. Piénsese en ejemplos griegos o africanos y apenas
si será posible trazar una línea clara de separación entre el ánimo que impera
en las fiestas y la emoción sacra de los misterios. Casi al mismo tiempo de la
aparición de la edición holandesa de este libro, el investigador húngaro Karl
Kerényi ha publicado un trabajo acerca de la naturaleza de la fiesta que guarda
estricta relación con nuestro tema. Según este autor, la fiesta posee también
aquel carácter de autonomía primaria que nosotros señalamos en el concepto de
juego. "Entre las realidades anímicas, la fiesta es una cosa por sí, que
no se puede confundir con ninguna otra en el mundo". Lo mismo que nosotros
decimos del juego, la fiesta es, para él, un fenómeno descuidado por la ciencia
de la cultura. "Parece que el fenómeno de la fiesta se ha escapado por
completo a los etnólogos". La ciencia se desliza sobre la realidad de la
fiesta como si ésta no existiera. Podríamos añadir que lo mismo pasa con el
juego. Entre la fiesta y el juego existen, por la naturaleza de las cosas, las
más estrechas relaciones. El descartar la vida ordinaria, el tono, aunque no de
necesidad, predominantemente alegre de la acción —también la fiesta puede ser
muy seria—, la delimitación espacial y temporal, la coincidencia de
determinación rigurosa y de auténtica libertad, he aquí los rasgos capitales
comunes al juego y a la fiesta. En la danza es donde ambos conceptos parecen
presentarse en más íntima fusión. Los indios cora de la costa mexicana del
Pacífico denominan sus fiestas sagradas de la mazorca tierna y del tueste del
maíz "juego de sus dioses mayores".
Las
ideas de Kerényi sobre la fiesta como concepto cultural constituyen ya, en su
forma provisional, que seguramente habrá de ser ahondada, un refuerzo y una
ampliación del fundamento sobre el que descansa este libro. Sin embargo,
tampoco con esta constatación de la relación existente entre el ánimo que
acompaña a la fiesta sagrada y al juego está dicho todo. Porque el juego
auténtico, independientemente de sus características formales y de su alegría,
lleva, indisolublemente unido, otro rasgo esencial: la conciencia, por muy al
fondo que se halle, de ser "como si". Queda, pues, la cuestión de en
qué grado semejante conciencia puede vincularse a la acción sagrada que se
ejecuta con entrega absoluta.
Limitémonos
a los ritos sagrados de las culturas arcaicas, y no será imposible esbozar
algunos rasgos del grado de seriedad con que se ejecutan. Si no me equivoco,
los etnólogos parecen coincidir en que el estado de ánimo con que los salvajes
celebran y contemplan las grandes fiestas religiosas no es de arrobo e ilusión
completos. No falta una conciencia, muy al fondo, de que no es de verdad. Aw.
E. Jensen, en su libro Beschneidung und
Reifezeremonien bei Naturvölker, hace una exposición viva de esta actitud.
Parece ser que los hombres no tienen ningún miedo a los espíritus que, durante
la fiesta, deambulan por todas partes y que aparecen a la vista de todos en sus
momentos culminantes. Lo que no tiene nada de extraño, pues son ellos mismos
los que realizan la escenificación de todas las ceremonias: han fabricado las
máscaras, las llevan y las esconden, después de usarlas, de las mujeres. Hacen
el ruido que anuncia la aparición del espíritu, marcan su huella en la arena,
tocan las flautas que representan las voces de los antepasados y hacen sonar
las carracas. En una palabra, su posición, nos dice Jensen, se parece a la de
los padres que saben lo del disfraz de los reyes magos y lo ocultan al niño.
Los hombres mienten a las mujeres acerca de lo que ocurre en el lugar consagrado
y aislado de la maleza. El estado de los iniciados mismos oscila entre la
emoción extática, la demencia simulada, el calofrío de espanto y la comedia
infantil para darse importancia. Tampoco las mujeres son engañadas del todo.
Saben demasiado quién es el que está detrás de cada máscara. Sin embargo, se
agitan terriblemente si la máscara se les acerca en actitud amenazadora y huyen
con gritos de espanto. Estas expresiones de miedo, dice Jensen, son en parte
totalmente espontáneas y auténticas, pero, por otro lado, deber tradicional.
"Hay que hacerlo así." Las mujeres son, por decirlo así, las
comparsas en la fiesta y saben que no tienen que echarla a perder.
Como
vemos, no es posible marcar el límite en el cual la seriedad sacra se afloja
hasta el punto de llegar a ser fun, guasa,
una broma. Entre nosotros, un padre un poco infantil puede enfadarse de verdad
si sus hijos le sorprenden cuando se está vistiendo de rey mago. Un padre
kwakiutl de la Colombia británica mató a su hija porque le sorprendió en un
trabajo de talla para una ceremonia. La oscilación de la conciencia religiosa
de los negros loango es descrita por Peschuël Loesche con palabras muy
parecidas a las usadas por Jensen. Su creencia en las representaciones sacras y
en los ritos es, en cierto modo, una medio creencia, pues coincide con la burla
y con la afectación de indiferencia. Lo importante es el estado de ánimo que
reina en la fiesta. En el capítulo "Primitive Credulity" de su libro The treshold of Religión, R. R. Marett
ha demostrado cómo en la fe primitiva juega siempre un determinado elemento de make-believe, de hacer creer. Ya se sea
hechicero o hechizado, se es a la vez engañador y engañado. Pero se quiere ser
el engañado. Así como el salvaje es un buen actor que se entrega por completo,
como un niño, a su papel, también es un buen espectador y también, como el
niño, puede asustarse espantosamente con el ruido de algo que sabe que no es
ningún león auténtico. El nativo, dice Bronislaw Malinowski, siente y teme su
fe más de lo que se la formula claramente. El comportamiento de las personas a
las que la comunidad primitiva atribuye propiedades sobrenaturales, puede
describirse de la mejor manera como un
playing up to the role, están representando su papel.
A
pesar de esta conciencia, en parte eficaz, de la no autenticidad del acontecer mágico
y sobrenatural, esos mismos investigadores llaman la atención para que no se
saque la consecuencia de que todo el sistema de creencias y prácticas no sea
más que un engaño inventado por un grupo incrédulo con el objeto de dominar a
grupos crédulos. Semejante idea no la ofrecen sólo los viajeros, sino, en ocasiones,
la misma tradición de los nativos. Pero no puede ser la idea justa. "El
origen de una acción sacra no puede residir más que en la credulidad de todos,
y la conservación engañosa de la misma, con el fin de aumentar el poder de un
grupo, no puede ser más que el resultado final de una evolución
histórica".
De
lo dicho se deduce claramente, a mi entender, que cuando se habla de las
acciones sacras de los pueblos primitivos, no hay que perder de vista ni un
momento el concepto "juego". No sólo porque en la descripción del fenómeno
haya que acudir de continuo a la palabra jugar, sino porque en el mismo
concepto de juego se comprende del mejor modo la unidad e inseparabilidad de fe
e incredulidad, la alianza de la gravedad sagrada con la simulación y la broma.
Jensen admite en este caso la analogía del mundo infantil con el mundo de lo
primitivo, pero mantiene, en principio, una diferencia entre la actitud del
niño y la del salvaje. El niño, cuando se presenta el rey mago, se halla ante
una aparición "completamente elaborada" y en una situación a la que
se acomoda inmediatamente con las capacidades que le son propias. "Pero
las cosas pasan de muy distinto modo en la actitud creadora de aquellos hombres
que han originado las ceremonias de que tratamos: no tienen que habérselas con
apariciones ya fabricadas, sino con la naturaleza que les rodea, pues han
concebido y tratado de representar sus inquietantes demonios". Aquí tropezamos
con las opiniones, ya citadas, del maestro de Jensen, Frobenius. Pero surgen dos
reparos. En primer lugar, Jensen establece la diferencia entre el proceso
espiritual que transcurre en el alma del niño y el que transcurre en el alma
del creador de un rito. Pero este último proceso no le conocemos. Nos
encontramos con una comunidad cultural que, lo mismo que el niño entre
nosotros, recibe ya elaboradas, como tema tradicional, sus representaciones
culturales, y reacciona ante ellas lo mismo que el niño. Pero aun prescindiendo
de esto, también se escapa por completo a nuestra observación el proceso de
este enfrentamiento con la experiencia de la naturaleza que conduce a la
"concepción" y "representación" en una acción cultural. Frobenius
y Jensen no hacen sino acercarse a la cuestión con una metáfora fantástica.
Todo lo más que se puede decir del proceso operante en la figuración, es que se
trata de una función poética, y como mejor se la caracteriza es designándola
función lúdica.
Consideraciones
de este tipo nos adentran en el problema de la naturaleza de las ideas
religiosas primarias. Como es sabido, una de las concepciones más importantes
compartidas
por cualquiera que se haya dedicado a la ciencia de las religiones es la siguiente:
cuando una forma religiosa supone entre dos cosas de orden diferente, por ejemplo,
un hombre y un animal, una sacra identidad esencial, en este caso la relación
no queda expresada de una manera limpia y adecuada con nuestra idea de unión
simbólica. La unidad entre los dos términos es mucho más esencial que entre una
sustancia y su símbolo figurativo. Se trata de una unidad mística. Una cosa
"se ha convertido" en otra. En su danza mágica el salvaje
"es" un canguro. Pero hay que ponerse en guardia contra las
deficiencias y diversidades de la capacidad expresiva del hombre. Para hacernos
una idea del estado de ánimo del salvaje nos vemos obligados a reproducir este
estado con nuestra terminología y, querámoslo o no, trasformamos las ideas
creyentes del salvaje en la rigurosa determinación lógica de nuestros conceptos.
De este modo expresamos la relación entre él y su animal como si, para él,
significara un "ser" mientras que para nosotros es un
"jugar". Ha adoptado el "ser" de un canguro, y nosotros
decimos: desempeña, "juega" el papel de canguro. Pero el salvaje no
conoce ninguna diferencia conceptual entre "ser" y "jugar",
nada sabe de identidad, imagen o símbolo alguno. Y por eso nos preguntamos si
no será el mejor modo de aproximarse al estado de ánimo del salvaje en su
acción sacra mantenernos en el término primario "jugar". En nuestro
concepto "juego" la diferencia entre fe y simulación se cancela. Este
concepto se une sin violencia alguna con el de consagración y el de lo sagrado.
Cualquier preludio de Bach, cualquier verso de la tragedia nos manifiesta esto.
Si consideramos toda la esfera de la llamada cultura primitiva como una esfera
de juego, se nos abre la posibilidad de una comprensión mucho más directa y
general de su peculiaridad que con cualquier análisis psicológico o
sociológico, por muy agudos que sean.
Es
un juego sagrado, imprescindible para el bienestar de la comunidad, preñado de
visión cósmica y de desarrollo social, pero es siempre un juego, una acción
que, como la vio Platón, se ejecuta fuera y por encima de la esfera de la vida
prosaica de la necesidad y de lo serio. En esta esfera del juego sagrado se
encuentra a sus anchas el niño, el poeta y el salvaje. La sensibilidad estética
del hombre moderno le ha aproximado un poco a esta esfera. Pensamos en la moda
que considera la máscara como objeto artístico. El entusiasmo actual por lo
exótico puede ser, en ocasiones, un poco snob, pero tiene, de todos modos, un
peso espiritual mayor y mayor valor cultural que el gusto del siglo XVIII en que
turcos, indios y chinos estaban de moda. El hombre moderno tiene, sin duda, una
capacidad muy desarrollada para comprender lo lejano y extraño. Nada le ayuda
mejor para ello que su sensibilidad para todo lo que sea máscara y disfraz.
Mientras la etnología señala su enorme significación social, el profano culto
experimenta la inmediata emoción estética compuesta de belleza, de espanto y de
misterio. También para los adultos cultos hay algo misterioso en la máscara. La
visión de enmascarados nos conduce, en la pura percepción estética, a la que no
se vincula ninguna idea religiosa definida, fuera de la vida ordinaria, a un
mundo distinto del de todos los días, al mundo del salvaje, del niño, del
poeta, a la esfera del juego.
Si
podemos hacer converger nuestras ideas acerca de la significación y peculiaridad
de los actos culturales primitivos en el concepto inderivable de juego, nos
queda, sin embargo, una cuestión en extremo peliaguda. ¿Qué ocurre si pasamos
de las formas religiosas inferiores a las superiores? La mirada se eleva de los
fantasmas sombríos de los pueblos primitivos, australianos, africanos o indios,
al culto sacrificatorio védico, que ya está preñado de la sabiduría de los Upanishads, a las homologías místicas de
la religión egipcia, a los misterios órficos o a los eleusinos. En realidad, su
forma está todavía muy próxima a lo primitivo, hasta en detalles fantásticos y
sangrientos. Pero reconocemos en ellos, o por lo menos sospechamos, un
contenido de sabiduría y verdad que nos impide tratarlos con la habitual
suficiencia, que tampoco es, sin embargo, razonable respecto a las culturas
llamadas primitivas. La cuestión es si, en virtud de la homogeneidad formal,
podemos también atribuir la calificación de juego a la conciencia sagrada, a la
fe que llena estas formas superiores. Si nos hemos apropiado la concepción
platónica del juego, a lo cual nos conduce lo que hemos anticipado, entonces no
encontraremos el menor reparo. Platón pensaba en los juegos consagrados a la
divinidad como lo más alto a que el hombre puede dedicar su afán en la vida. No
por eso se renuncia a la valoración de los misterios sacros como la expresión
más alta de algo que escapa a la razón lógica. La acción sacra queda comprendida,
en lugar importante, dentro de la categoría juego, sin que por eso pierda, en
esta subordinación, el reconocimiento de su carácter sagrado.